Alejandro José López*
Lo
mío no será tachar al “Boom”, como se ha puesto de moda entre tanta gente de mi
generación. Al contrario: lo mío será subrayarlo. Y celebrar estos cincuenta
años transcurridos desde su deslumbrante explosión. ¿Quién tiene la fecha?
Aunque no hay consenso, nadie podría negar que “La ciudad y los perros” (1963)
de Vargas Llosa y “Rayuela” (1963) de Julio Cortázar algo han tenido que ver
con su detonación. Los nuevos detractores del “Boom” han sacado otra vez el
viejo memorial de agravios y repetido las vetustas diatribas de siempre. Pero
yo voy a celebrar, pues he crecido leyéndoles, admirándoles y aprendiendo de su
maravillosa literatura. Hay mucho que agradecerles. Aunque teníamos en
Latinoamérica novelas importantes antes de los años 60 del siglo pasado, lo
cierto es que apenas sí teníamos novelistas. Quiero decir que aquellas obras
previas al “Boom” o fueron libros únicos de sus autores o, con muy raras
excepciones, pertenecieron a repertorios bastante magros. Para mal y para bien,
en América Latina el novelista
profesional fue inventado en esa década prodigiosa.
Claro
que hay más. A mediados del siglo pasado, la narrativa en lengua española había
caído en el marasmo de un realismo más bien soso, convencional. La poesía, en
cambio, venía de recorrer varias décadas de esplendor a ambos lados del
Atlántico. Sin embargo, nuestra novela no acababa de modernizarse, no lograba
asimilar el ímpetu renovador que las vanguardias artísticas habían inoculado en
otros ámbitos de la cultura. Así fue hasta “La llegada de los bárbaros” (2004),
como los llamaron Joaquín Marco y Jordi Gracia en aquel volumen recopilatorio
sobre la recepción de estos narradores en España. Cierto: no es posible
formular una estética común al leer las novelas publicadas en esos años, porque
no la hay; pero sí es notorio, de una a otra, el empeño de sus autores por
reinventar el género, por zafarle esa rémora tradicionalista que ya le impedía
respirar. Y eso también es de agradecer.
En
esa época empezó el influjo desorbitado que el marketing del libro tiene hoy en
el medio literario. Muchos críticos de entonces atribuyeron esta indeseable
anomalía a los autores del “Boom”. A esta parte, sin embargo, nos resulta
evidente que se trata de un fenómeno extendido y complejo que desborda el
ámbito de una lengua en particular. Y a pesar de todo, por potente que sea, sabemos
que ninguna campaña publicitaria podría dotar a una novela de las calidades
literarias que no tiene. Una cosa es vender libros y otra muy distinta
conseguir que perduren en la memoria de los lectores. Si bien es cierto que los
novelistas del “Boom” recibieron la primera gran bendición de la publicidad editorial
globalizada, el tiempo se ha ido encargando de poner a cada quien en su lugar.
Y ahí están.
No ignoro los desaciertos que se propiciaron en los entornos del “Boom”, sobre todo los concernientes a las odiosas listas y a las exclusiones inaceptables. Con todo, cabe preguntarse qué tanto de aquel barullo puede atribuírsele directamente a los autores. Sabemos que durante unos pocos años hubo un grupo de novelistas latinoamericanos que se apoyaron entre sí; sabemos que recibieron el respaldo de las industrias editoriales catalanas y argentinas; sabemos que estuvieron solidarizados con la causa de Cuba y que esa misma Revolución los distanció después; sabemos que alrededor suyo hubo trastienda, hay habladurías y siempre habrá leyenda; pero sabemos, sobre todo, que del “Boom” proviene un puñado de obras maestras que han permanecido vigentes durante todos estos años y que sabrán hacerlo por mucho tiempo más. Y eso, en definitiva, hay que celebrarlo.
[Este texto ha sido publicado previamente en www.auroraboreal.net]