domingo, 26 de mayo de 2013

Vampiros naturalistas o Thérèse Raquin según Park Chan-wook

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Descubrir en mitad de una película de vampiros que estás ante una adaptación de Thérèse Raquin, de Émile Zola, puede provocar un shock interpretativo, por muy acostumbrado que uno esté a este tipo de acciones. Es lo que me ha ocurrido durante mi visión de la película Thirst (2009), del realizador coreano Park Chan-wook. Afortunadamente, me recompuse tras el impacto y puede seguir disfrutando del tono irreverente de la película.
Primero estaba viendo una película y, tras ese destello de compresión—con un grito que salió de mi garganta ¡Pero si es Thérèse Raquin!—, la película que estaba viendo era "otra". Había dado un salto de género, un salto hermenéutico en el que todo se encajaba de una manera distinta a como lo había estado viendo. Todo encajaba, de otra manera, pero encajaba: la suegra cataléptica, el marido débil, el inspector jubilado, las partidas de mahjong... El punto en el que se hizo la luz es importante: la escena del asesinato del marido en la balsa. Fue en ese instante en el que Thérèse Raquin llegó a mí como un estallido de luz tras más de veinte años de su última lectura. La memoria se puso a trabajar y en unos instantes había reconstruido todo el argumento de la novela naturalista de Zola. Sí, todo encajaba. Con vampiros y en Corea, pero encajaba. Allí estaban las "bestias humanas" de Zola; "somos animales asesinos", dice la protagonista.
Nada que ver, por supuesto, con las viejas adaptaciones de Jacques Feyder o de Marcel Carné, por citar solo algunas de las más célebres, ni seguramente con la que se estrena este mismo año, dirigida por Charlie Stratton. Pero la obra está también´"allí" a su manera, en todo su delirio visual y argumental.
En una entrevista concedida en Estados Unidos durante la promoción de la película —que ganó el Premio del Jurado en Cannes en 2009—, Park Chan-wook explica que el proyecto comenzó como una película sobre vampiros, que lo primero que "tuvo" fue una imagen:

I began thinking about this story one night 10 years ago and—even within that first imagining—it included the scene (which made its way into the film) where Sang-hyun strangles Tae-ju. Despite being overcome with sorrow, he can't resist his lust for blood and he begins to drink her's. Within moments, however, he realizes how animal-like he has become drinking the blood of someone he loves so much. He decides to give his blood to her, thereby reviving her, but as a vampire. All the details of that scene came up when I first thought of this story 10 years ago.*


Esta imagen inicial es una forma abierta que puede desembocar posteriormente en muchos tipos de historias. Es frecuente que escritores y cineastas manifiesten que los comienzos de sus creaciones surgen de una imagen fuerte, con poder de atracción. Son un núcleo narrativo sin narración todavía, un final al que se puede llegar por diversos caminos o un principio del que pueden partir otros. En ocasiones, esa fuerza inicial de la imagen se diluye posteriormente y acaba desapareciendo en la historia final. No importa; ha cumplido su función. Lo importante es que esa imagen inicia un proceso de construcción narrativo, fuerza a establecer conexiones, causalidades.
El autor se pregunta por ella, por su sentido, y por cómo llegar a ella, su desarrollo: "After I first thought of the story, it ended up on the shelf for years. Where this woman came from, how he fell in love with her, the details of their relationship, were all left blank."* En el caso de la película de Park Chan-wook, esa imagen de los vampiros queda en suspenso durante diez años. El director coreano nos cuenta:

Then one day I came across Emile Zola's Thérèse Raquin and—when I first read the novel—I meant to make a separate film; but, then I thought, "Why not fuse Thérèse Raquin and the vampire story?" Why I felt I could do this was because—when I fused the two together—I felt Thérèse Raquin filled in the blanks left by the vampire story. I first visualized this scene where Sang-hyun turns Tae-ju into a vampire—and his subsequent realization of the true nature of his sucking the blood from someone he loves, being shocked by his own behavior, and his attempt to reverse the process by turning her into a vampire—10 years ago. I first visualized that moment of realization as taking place in the bath room where Sang-hyun would catch his reflection in the mirror and realize what he was actually doing. But I didn't actually like using this device of the mirror because it was the easy way out. Anyone could think of using a mirror in this situation.
Instead, I came across Thérèse Raquin. I felt the character of the mother-in-law (Madame Raquin in the novel; Lady Ra in the film) could stand in for the mirror. Rather than using the actual mirror in the bathroom, I could use her observing eyes. When Sang-hyun's eyes meet hers during this scene, reflecting her shock and horror, he realizes what he's doing. As an audience member, you might consider this a minor detail; but, for a filmmaker like me, it's possibly one of the most important decisions made making this film. Once I came across this piece of the puzzle—inspired by Emile Zola's Thérèse Raquin—everything else fell together.*


La imagen de los vampiros encajaba con la brutal imagen final en la novela de Zola, la de los amantes cómplices que, finalmente, recelan y se convierten el uno para el otro en amenaza hasta su destrucción. Así se cierra la novela de Zola:

Lo habían entendido todo. Los dos se quedaron helados al encontrar en el cómplice su propia idea. Al leer su intención secreta en el trastornado rostro del otro, se inspiraron mutuamente horror y compasión.
Y, de pronto, Thérèse y Laurent estallaron en sollozos. Una suprema crisis los quebrantó y los hizo abrazarse, débiles como niños. Les pareció que algo dulce y tierno se les despertaba en el pecho. Lloraron sin hablar, pensando en la vida de cieno que habían tenido y que seguirían teniendo si eran tan cobardes como para seguir viviendo. Entonces, al acordarse del pasado, se sintieron tan cansados, tan asqueados de sí mismos que notaron una tremenda necesidad de descanso, de anonadamiento. Cruzaron una postrera mirada, una mirada de agradecimiento por el cuchillo y el vaso de veneno. Thérèse cogió el vaso, se bebió la mitad y se lo alargó a Laurent, que lo vació de un trago. Fue como un relámpago. Cayeron uno encima del otro, fulminados, hallando al fin consuelo en la muerte. La boca de la joven quedó, en el cuello de su marido, contra la cicatriz que habían dejado en él los dientes de Camille.

¡Hasta una mordedura en el cuello! No es de extrañar que  la vieja imagen de los vampiros amantes se asociara con la novela en la que, como escribió Zola, ambos se inspiran mutuamente "horror y compasión". Allí tenía una imagen análoga, impregnada con esos dos sentimientos de amor y destrucción. Podía convertir una historia criminal naturalista en una historia ciegamente romántica. Crepúsculo queda como un juego de niños.

Es interesante la afirmación del director de que lo que le sedujo finalmente fue la posibilidad de poder hacer una película de vampiros utilizando los ojos de la suegra cataléptica como un espejo en el que se reflejara el horror. Los espejos son, como bien sabemos, un objeto muy especial en las películas de vampiros. En la mirada de la suegra, Lady Ra, encontró Chan-wook un espejo atípico y dramático sumamente eficaz. Para un espectador, nos dice, puede ser un simple detalle, una sutileza; para un autor, por el contrario, puede ser algo esencial.
Si no pensáramos en las "adaptaciones" como procesos más o menos "respetuosos" con las historias, veríamos que todas las irreverencias y licencias que Park Chan-wook se permite proceden de la mezcla, de la fusión, pero que Thérèse Raquin está ahí, reconocible. Esperó durante años una estructura que justificara su imagen-visión y la encontró en la novela de Zola.
La película —como ocurre con casi toda la obra de Park Chan-wook— despertó entusiasmos y recelos, aplausos y rasgados de vestiduras. Es una película estimable que no debe ser confundida con las meras transformaciones comerciales de obras clásicas llevadas al "género" zombi o vampírico, como está tan de moda. Para mucha gente, el origen de la película en la obra será indiferente por desconocida. Para ellos será una historia más de vampiros, un tanto alocada, pero dentro de la moda. Se perderán muchas cosas.
Quizá alguien se preguntará en el futuro, con cierta distancia, por qué este interés generacional en convertir todo en vampírico, y se interesará por cuál es el poderoso atractivo que ha recuperado un género que nunca se fue, el de los vampiros, convirtiéndolo en un telón de fondo, en algo envolvente para las demás historias.

* "THIRST (BAK-JWI, 2009)—Interview with Park Chan-wook" Twitch 25/07/2009 http://twitchfilm.com/2009/07/thirst-bak-jwi-2009interview-with-park-chan-wook.html



* Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos.

jueves, 9 de mayo de 2013

Pura como la nieve y feroz como un tigre

Joaquín Mª Aguirre (UCM)*
Roberto Benigni es un raro ejemplar de cómico que hunde sus raíces en la tradición que va del circo al cine, la misma que engendró a Chaplin, autor con el que tiene mucho en común. “Tengo que darle las gracias a Chaplin como él se las tiene que dar a Cervantes”, explicaba en una entrevista*. Impregnado de un optimismo vitalista, es decir, un optimismo que no nace de una visión positiva del ser humano, sino de la vida misma, Benigni ha sido capaz de entender que el humorismo —el verdadero, el que surge de la comprensión de la pequeñez humana— es la otra cara de la tragedia. Mal comprendido, es acusado de realizar “comedias blancas” e ignorar las tragedias reflejadas en las guerras en las que centra sus dos películas de más éxito: la premiada con el Oscar La vida es bella (los campos de exterminio de la segunda guerra mundial) y la guerra de Irak en El tigre y la nieve (La tigre e la neve, Benigni, 2005).

Que esto ocurra es el resultado de la falta de comprensión de ciertos tipos de mecanismos dramáticos, narrativos e intertextuales que ayudan a anclar sus obras. El tigre y la nieve se mueve en dos ejes, en dos líneas convergentes que llevan a un mismo espacio: el infierno. Para ello Benigni recurre a la tradición. En un caso es la Divina Comedia y en el otro el mito de Orfeo y Euridice. Lo que hará Benigni es entrelazarlas formando una unidad de sentido.
La primera línea narrativa que nos lleva al infierno es la misma que lleva al poeta Dante a recorrer el infierno en compañía del poeta Virgilio. En la película, el poeta Attilio de Giovani, el propio Benigni, visita el escenario de la guerra de la mano de otro poeta, el iraquí Fuad (Jean Reno). El personaje de Fuad actúa como elemento vinculante entre las dos líneas ya que Vittoria (Nicoleta Braschi), la amada de Attilio, se desplazará a Bagdad para entrevistarle para un libro que está escribiendo. Attlio recibirá poco después una llamada de Fuad diciéndole que Vittoria está en coma en un hospital de Bagdad.
El infierno-Bagdad será el destino de este nuevo Orfeo que habrá de adentrarse en las tinieblas para poder recuperar a su amada Eurídice, la ninfa muerta. Las puertas del Hades estarán esta vez guardadas no por el can Cerbero, sino por los marines norteamericanos. Bagdad es la ciudad cerrada en la que entrar y salir es una aventura peligrosa. Attilio se jugará la vida cada vez que tenga que entrar y salir a por las medicinas que puedan salvar a Vittoria. Hecho prisionero, será confinado en un recinto junto a otros prisioneros. Su voz resuena incansable ante la desesperación de sus compañeros de infortunio: “¡Soy italiano, soy italiano!” gritará. Irónicamente, sus lamentos se convierten en una “tortura” más para los otros cautivos, a los que impide dormir. Finalmente será reconocido y liberado por uno de los soldados que le detuvieron cuando intentaba entrar en la ciudad cargado de medicamentos. Cuando es liberado, Vittoria ya no está. Se ha recuperado gracias a sus esfuerzos, pero él no está allí para verlo. Como se ha hecho pasar por médico para poder llegar hasta ella, la versión que Vittoria tiene es que un médico se ocupó de ella durante su estado de coma. Attilio la ha salvado, pero ella lo ignora.


Attilio representa el triunfo de la tenacidad, la virtud que requiere la menor inteligencia, una virtud compatible con el payaso. Es precisamente ese extremismo de su voluntad, esa incapacidad para darse por vencido, su resistencia, lo que le vuelve tan profundamente humano. Attilio recorrerá esa ciudad infernal en busca de todo lo necesario para mantener con vida a su particular Eurídice. La comicidad de Benigni, como ya sucedía en La vida es bella, no nos hace olvidar que estamos en el infierno. Al contrario, intensifica la pequeñez y la grandeza de Attilio recordándonoslo permanentemente. Su comicidad se despliega alrededor de la improvisada cama de Vittoria, bajo una escalera, con una persona en coma; sus chistes, sus palabras, sus besos, se dirigen a un cuerpo yaciente, dado prácticamente por muerto. Vittoria no renace por ninguna magia, solo la constancia de Attilio y sus precarios cuidados evitan que muera.

Payaso existencial, Roberto Benigni despliega su pista de circo en mitad del infierno. Al contrario de lo que algunos optimistas irredentos piensan de la película, el amor no vence a la muerte, ni siquiera a la guerra. El amor es la forma de caminar acompañados hacia la muerte. En la vida, cualquier victoria es provisional, pero eso es bastante. Benigni, como el Sísifo que se imaginaba Camus, ríe. Por eso, la victoria de Attilio se llama Vittoria. Algo por lo que Attilio lucha cada día, las más de las veces contra sí mismo, contra su patética ineptitud para lo cotidiano. Attilio, personaje caótico, encuentra su sentido en hacer volver de los infiernos a su amada. Finalmente, Vittoria será más Beatriz que Eurídice. Conocedora por un pequeño hecho casual de que ha sido su patoso enamorado el que ha estado a su lado durante su estancia en coma, Vittoria verá en él al héroe tragicómico, ridículo, al payaso chapliniano que no posee más que la limpieza de corazón. Él no ha cambiado ni cambiará. Lo que ha cambiado es la mirada de Vittoria, su propio corazón, capaz de reconocer algo más valioso que cualquier otro bien: la entrega del ser imperfecto.
En estos tiempos en los que el Sistema nos vende la perfección y nos lanza a buscarla como una panacea, el cine de Benigni nos habla de lo humano, de cómo ser un héroe ridículo. Cuando nos dice que la vida es bella  nos muestra que es en la capacidad transfiguradora de la poesía donde podemos encontrar la energía necesaria para recorrer la travesía del infierno. A diferencia del escapismo, que elude los problemas desviando la mirada, Benigni se sitúa en el mismo centro —el exterminio, la guerra—, pero nada de ello despertará en él el rechazo a la vida porque el dolor forma también parte de ella. Tenemos un concepto tan esteticista, tan formalista, tan maniqueo de la belleza que escandaliza aplicárselo a la vida. Benigni ha comprendido, como lo entendió también Freud, que el placer de la poesía —del arte en general— surge para compensar el dolor propio de la vida. Cuanto mayor es el horror, mayor es la necesidad de poesía, porque sino lo único que queda es la muerte. Leopardi decía que hay que consolar al hombre por el simple hecho de nacer. La poesía es ese bálsamo.

La guerra es horrenda, una monstruosidad, pero la vida es bella, merece la pena vivirla y la poesía no la oculta, sino que forma parte de ella. Por eso Benigni puede afirmar que “la poesía es una ideología”. En misma entrevista Benigni señala: “Yo creo que en la vida sólo tenemos dos emociones: reír y llorar. Son las únicas emociones eternas y nunca podrán morir. En esta comedia hay un elemento de mucha fuerza: el valor de ir más allá del horror. Mirarlo a la cara y no fingir que no existe. En 2003, cuando estalló la guerra de Irak yo pensé que todos los artistas escribirían obras sobre la guerra. Pero no fue así y me pareció sorprendente. Para mí se convirtió en un pensamiento obsesivo, todavía lo es. Y tuve que hacer esta película. Pura como la nieve y feroz como un tigre.” *
Risa y llanto, las dos máscaras, son las marcas finales que delimitan un trayecto, las respuestas ante lo que tenemos frente a nosotros, frente al mundo. Ambas son formas de vida, formas de respuesta. “Ir más allá del horror. Mirarlo a la cara y no fingir que no existe”, dice Benigni. Tragedia y comedia se enfrentan al horror, no lo ocultan. Attilio es poeta y no por ello deja de ver; más bien al contrario. Como señalamos, lo que define a Attilio es precisamente su tozudez, su incapacidad de entender un no. Si Attilio fuera sensato no habría hecho nada de lo que le vemos hacer. Pero su fuerza de voluntad nos permite, poco a poco, contagiarnos de su fe, pensar que es posible lo que parecía imposible. Ningún escapismo, solo un manual sobre formas de manejar el horror para sobrevivir.


El paraíso de Attilio está en sus sueños; en ese sueño en que se va casar con Vittoria y ella le confiesa su amor apasionado: su palabra le abre las puertas del paraíso. Entre sus invitados soñados se encuentran Borges, Ungaretti, Marguerite Yourcenar y Eugenio Montale, además de Tom Waits cantando una hermosa canción (You can never hold back spring) que cumple funciones de marcha nupcial. Pero el sueño es interrumpido por algo más trivial, un guardia de tráfico irrumpe en el escenario idílico para reclamar que retiren un coche mal aparcado, el del propio Attilio, y concediéndole cinco minutos para terminar la ceremonia o le multará. El beso de los enamorados se producirá bajo una granizada. Pero eso son solo los sueños. El siguiente plano nos devuelve a una realidad fechada —Roma, marzo 2003—: las hijas adolecentes de Attilio esperan impacientes en la puerta de su casa la llegada, tarde como siempre, de su padre para recogerlas. Del sueño idílico hemos pasado a la dureza de la vida.

Como en los cuentos tradicionales, Vittoria le ha puesto a Attilio una condición imposible para volver junto a él: cuando vea caminar a un tigre sobre la nieve en Roma. Pero, como sucedía con los oráculos, el mensaje está en clave.
Un cómico demasiado refinado para estos tiempos de humor burdo y zafio, el italiano tiene que ocultar en ocasiones sus propias fuentes intelectuales para poder moverse entre unas audiencias poco habituadas a las sutilezas, que prefieren un humor de más "impacto".



* Entrevista de Elsa Martín-Santos: “La poesía es una forma de ideología”. El País 30/06/2006.




* Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos. 

miércoles, 8 de mayo de 2013

La ilusión cinematográfica (En la muerte de Ray Harryhausen)

Joaquín Mª Aguirre (UCM)*
En la magnífica película de Samuel Fuller, White Dog (1982), el personaje que interpreta el actor y cantante Burl Ives, dueño de una empresa de entrenamiento de animales para las películas de Hollywood, tiene un póster en la pared de R2D2, uno de los robots de La Guerra de las galaxias. Lo utiliza como diana para lanzar dardos. "¡Esto es lo que se ha cargado el negocio!", viene a explicar a la protagonista cuando llega a pedir ayuda a su oficina. Se refiere, claro, a los efectos especiales en detrimento de otras formas más "naturales" de aparecer en la pantalla. El gran protagonista de la película de Fuller es indudablemente el "perro blanco", un perro condicionado por sus dueños racistas para atacar a personas de color, historia basada en un hecho real que  sucedió les ocurrió durante su estancia el Hollywood al escritor Romain Gary y a su esposa, la actriz Jean Seberg. El animal pasa de la docilidad a la más extrema agresividad gracias al trabajo de sus entrenadores. Logra su función dramática: que simpaticemos con él en sus momentos amables y que aterrorizarnos en los peores.


La introducción de efectos especiales, trucajes y todo tipo de ilusiones narrativas son criticadas a menudo por aquellos que, como Burl Ives, lanzan sus dardos contra la imagen de R2D2 y lo que representa. Sin embargo, un perro entrenado también entra en la categoría de "especial", como los "dobles" o cualquier otra forma de simulación ante la cámara, incluidos los decorados. El cine es ilusión, como lo es la literatura o la pintura. Ilusión de "realidad". Solo como ilusión es manipulable y, por tanto, arte. La naturaleza puede ser bella, pero no es arte. Ya lo dijo Baudelaire.

La muerte de Ray Harryhausen, uno de los más grandes creadores de ilusiones cinematográficas —incluso en películas que no se las merecían— cierra un ciclo en la forma de entender el trabajo de la ilusión, pero no la ilusión misma. De hecho, todas las formas de ilusión que el cine ha ido acumulando —desde el "stop motion", la superposición o el pintado de cristales para decorados hasta las más modernas tecnologías digitales— son legítimas formas de arte, ilusiones dentro de ilusiones. Desde el origen del cine o, si se prefiere, desde el inicio de la reflexión cinematográfica se enfrentaron —es ya un tópico decirlo— la vertiente ilusionista y la documental. Como representantes de una forma diferente de trabajar sobre la ilusión, les ocurre lo mismo que al personaje de Ives, cada uno ve lo suyo como "arte" y la tecnología recién llegada como una forma "degenerada" que acaba con él. Pero nada más lejos de la realidad.
Cuando vemos en "El mundo perdido" (1925) —película basada en la obra de Arthur Conan-Doyle— la extraordinaria lucha de los dinosaurios realizada mediante la técnica del "stop motion", reconocemos allí el "arte" en su dificultad. Harryhausen fue un maestro de esta técnica, que surgió en los orígenes mismos del cine, ya con los primeros fotogramas de Méliès, con las simples desapariciones "mágicas" parando la cámara, haciendo moverse objetos inanimados rodándolos fotograma a fotograma. Es la base del cine: la ilusión del movimiento, que imágenes estáticas, los fotogramas, sean percibidas como un movimiento. Todo lo demás es consecuencia de esta primera ilusión. La única ilusión que nos cuesta aceptar al ver El mundo perdido es precisamente la del hombre disfrazado de mono, que nos parece burda y sin arte, un mal disfraz. Pero disfrutamos de lo naif de sus paisajes y bestias, de la historia que nos cuentan.



¿Qué hubiera dicho el personaje de Burl Ives ante una película como "La vida de Pi" (Ang Lee 2012) en la que los animales son recreados digitalmente? En el perro entrenado de "White Dog" y el tigre 'Richard Parker' o la orangután de la película de Lee hay dos trabajos distintos al servicio ambos de la historia, de la eficacia comunicativa, de la ilusión estética. ¿Podía imaginarse Samuel Fuller que aquellos robots a los que lanzaba Burl Ives resentidos dardos eran más "reales" que todos los fantasmas virtuales que llenarían las pantallas en un futuro muy, muy cercano?
La "alta definición" de los modernos blue-ray nos permite comprobar ahora lo falso de las nubes pintadas de los mares que surcaban nuestros piratas de la infancia, dejando los océanos reducidos a estanques y depósitos de agua con un forillo de fondo. Hoy, en cambio, somos incapaces de distinguir no ya a los tigres, orangutanes o hienas digitales, sino que no podemos distinguir que el mar, constante en la película de Lee, está recreado digitalmente, que no existen más olas que las justas en aquella impresionante tormenta. Dicen los responsables de la empresa de animación digital que se encargó durante dos años de  la realización solo de la escena de la tormenta que el director les dijo en su primer encuentro: "Quiero arte". Y es lo que trataron de hacer, la recreación de una realidad imaginaria a la que superponer el arte cinematográfico del tratamiento de lo real inexistente.


No hay realidad en la pantalla, solo luces y sombras. Es nuestro deseo de creer  lo dota de vida y realidad a lo que hay allí. Creemos porque deseamos creer. El ingenio que demostramos en recrear realidades fingidas es la confirmación del placer de imaginar. 




* Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos.