miércoles, 8 de mayo de 2013

La ilusión cinematográfica (En la muerte de Ray Harryhausen)

Joaquín Mª Aguirre (UCM)*
En la magnífica película de Samuel Fuller, White Dog (1982), el personaje que interpreta el actor y cantante Burl Ives, dueño de una empresa de entrenamiento de animales para las películas de Hollywood, tiene un póster en la pared de R2D2, uno de los robots de La Guerra de las galaxias. Lo utiliza como diana para lanzar dardos. "¡Esto es lo que se ha cargado el negocio!", viene a explicar a la protagonista cuando llega a pedir ayuda a su oficina. Se refiere, claro, a los efectos especiales en detrimento de otras formas más "naturales" de aparecer en la pantalla. El gran protagonista de la película de Fuller es indudablemente el "perro blanco", un perro condicionado por sus dueños racistas para atacar a personas de color, historia basada en un hecho real que  sucedió les ocurrió durante su estancia el Hollywood al escritor Romain Gary y a su esposa, la actriz Jean Seberg. El animal pasa de la docilidad a la más extrema agresividad gracias al trabajo de sus entrenadores. Logra su función dramática: que simpaticemos con él en sus momentos amables y que aterrorizarnos en los peores.


La introducción de efectos especiales, trucajes y todo tipo de ilusiones narrativas son criticadas a menudo por aquellos que, como Burl Ives, lanzan sus dardos contra la imagen de R2D2 y lo que representa. Sin embargo, un perro entrenado también entra en la categoría de "especial", como los "dobles" o cualquier otra forma de simulación ante la cámara, incluidos los decorados. El cine es ilusión, como lo es la literatura o la pintura. Ilusión de "realidad". Solo como ilusión es manipulable y, por tanto, arte. La naturaleza puede ser bella, pero no es arte. Ya lo dijo Baudelaire.

La muerte de Ray Harryhausen, uno de los más grandes creadores de ilusiones cinematográficas —incluso en películas que no se las merecían— cierra un ciclo en la forma de entender el trabajo de la ilusión, pero no la ilusión misma. De hecho, todas las formas de ilusión que el cine ha ido acumulando —desde el "stop motion", la superposición o el pintado de cristales para decorados hasta las más modernas tecnologías digitales— son legítimas formas de arte, ilusiones dentro de ilusiones. Desde el origen del cine o, si se prefiere, desde el inicio de la reflexión cinematográfica se enfrentaron —es ya un tópico decirlo— la vertiente ilusionista y la documental. Como representantes de una forma diferente de trabajar sobre la ilusión, les ocurre lo mismo que al personaje de Ives, cada uno ve lo suyo como "arte" y la tecnología recién llegada como una forma "degenerada" que acaba con él. Pero nada más lejos de la realidad.
Cuando vemos en "El mundo perdido" (1925) —película basada en la obra de Arthur Conan-Doyle— la extraordinaria lucha de los dinosaurios realizada mediante la técnica del "stop motion", reconocemos allí el "arte" en su dificultad. Harryhausen fue un maestro de esta técnica, que surgió en los orígenes mismos del cine, ya con los primeros fotogramas de Méliès, con las simples desapariciones "mágicas" parando la cámara, haciendo moverse objetos inanimados rodándolos fotograma a fotograma. Es la base del cine: la ilusión del movimiento, que imágenes estáticas, los fotogramas, sean percibidas como un movimiento. Todo lo demás es consecuencia de esta primera ilusión. La única ilusión que nos cuesta aceptar al ver El mundo perdido es precisamente la del hombre disfrazado de mono, que nos parece burda y sin arte, un mal disfraz. Pero disfrutamos de lo naif de sus paisajes y bestias, de la historia que nos cuentan.



¿Qué hubiera dicho el personaje de Burl Ives ante una película como "La vida de Pi" (Ang Lee 2012) en la que los animales son recreados digitalmente? En el perro entrenado de "White Dog" y el tigre 'Richard Parker' o la orangután de la película de Lee hay dos trabajos distintos al servicio ambos de la historia, de la eficacia comunicativa, de la ilusión estética. ¿Podía imaginarse Samuel Fuller que aquellos robots a los que lanzaba Burl Ives resentidos dardos eran más "reales" que todos los fantasmas virtuales que llenarían las pantallas en un futuro muy, muy cercano?
La "alta definición" de los modernos blue-ray nos permite comprobar ahora lo falso de las nubes pintadas de los mares que surcaban nuestros piratas de la infancia, dejando los océanos reducidos a estanques y depósitos de agua con un forillo de fondo. Hoy, en cambio, somos incapaces de distinguir no ya a los tigres, orangutanes o hienas digitales, sino que no podemos distinguir que el mar, constante en la película de Lee, está recreado digitalmente, que no existen más olas que las justas en aquella impresionante tormenta. Dicen los responsables de la empresa de animación digital que se encargó durante dos años de  la realización solo de la escena de la tormenta que el director les dijo en su primer encuentro: "Quiero arte". Y es lo que trataron de hacer, la recreación de una realidad imaginaria a la que superponer el arte cinematográfico del tratamiento de lo real inexistente.


No hay realidad en la pantalla, solo luces y sombras. Es nuestro deseo de creer  lo dota de vida y realidad a lo que hay allí. Creemos porque deseamos creer. El ingenio que demostramos en recrear realidades fingidas es la confirmación del placer de imaginar. 




* Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos. 

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