domingo, 24 de febrero de 2013

Licencias históricas y licencias poéticas

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La proliferación de películas con trasfondo histórico, con mayor o menor distancia temporal, desde Lincoln a Argo o Zero Dark Thirty hace reflexionar en la páginas de The New York Times a Manohla Dargis, la jefa de la sección de crítica cinematográfica sobre las relaciones entre la Historia y la Ficción bajo el sugestivo título " Confronting the Fact of Fiction and the Fiction of Fact"*. Dargis sostiene que los recelos mostrados por los críticos —no los cinematográficos— sobre las películas se deben al clima de sospecha que se ha creado en las sociedades por causa de la manipulación de los hechos mismos. Simplemente, desconfiamos y en esa desconfianza se encuentran incluidas las películas o cualquier otra forma de discurso narrativo (cine, novela, noticias...) que usemos para contar y que incluyan una visión de lo acontecido.
Señala Dargis en su artículo:

Audiences are used to reading the words “based on a true story” as a hedge rather than a promise (or a threat!). And we are often in the dark about just what has been changed or omitted. Even devoted history buffs may not remember the tally of votes in Congress nearly 150 years ago. But thinking adults can tell the difference between a fiction film and a nonfiction one, despite the worried warnings from politicians and others who have recently been moonlighting as movie critics. Behind some of the most inflamed concern over works like “Lincoln” and especially “Zero Dark Thirty” is a thinly veiled distrust of the American public — that, well, moviegoers are just not smart or sophisticated or schooled enough to know the difference between fact and fiction, on-screen lies and off-screen ones.*


Esta incapacidad de distinguir entre los detalles no afecta solo la Historia y las ficciones que se "basen" en ella, sino que forma parte del estatus propio de los discursos históricos, de los documentos o testimonios de los que se parta para su recreación. La Historia es un relato que se construye sobre otros relatos, sobre textos de variable fiabilidad, honestos o deshonestos, auténticos o falsificados, siempre parciales. Es un relato que lucha por ser convincente, por merecer nuestra confianza y aceptación.


La configuración de la memoria histórica es compleja, inestable e interesada. Esto afecta a la constitución de la propia Historia, que tuvo que reconfigurarse en objetivos y métodos, consolándose ante el hecho de que la "verdad histórica" era un elemento huidizo, difícil de rastrear entre los restos posmodernos de la "realidad" misma.
Quizá el punto máximo de desconfianza reciente se dio en los Estados Unidos, con la administración Bush y las "armas de destrucción masiva", de las que se presentaron todo tipo de documentos probatorios, los suficientes como para justificar una invasión y arrastrar a otros países a una guerra. Por eso, irónicamente, la película "Argo", una de las candidatas a los premios Oscar esta noche, hace trabajar juntos a la CIA y al mundo de Hollywood, ambas poderosas fábricas de ficciones, como bien señala Manohla Dargis. Toda la película nos muestra el ejercicio de dar consistencia a lo que no existe, una película. ¿Por qué debemos aceptar que la película "Argo" es "histórica" cuando nos muestra una historia en la que "Argo" es una falsedad? La cadena de la desconfianza se puede extender hasta el infinito. Toda prueba es falsificable. La publicidad de "Argo" indica que está basada en una "historia verdadera desclasificada". Es otra vuelta de tuerca del "basada en hechos reales". ¿Es más "verdadera" por haber estado "clasificada"?



La idea de que existe un permanente fondo falsificado, que todo discurso es manipulación, que son solo representaciones interesadas de una verdad inaprehensible, se vería contrarrestado por el aumento de obras que se presentan como "verdaderas" —biográficas, históricas, documentales—, una forma de compensación.
Manohla Dargis habla de la existencia de un "ethos documental":

These movies attest to the ascendance of what might be called a documentary ethos (all reality, all the time) that pervades in every corner of the culture — from “found footage” horror movies like the “Paranormal Activity” franchise to the variously artificial forms of reality television — and that has helped to further blur the already fuzzy line between fact and fiction.


El filósofo e historiador del pensamiento, Stephen Toulmin, discípulo de Wittgenstein, dedicó su obra a mostrar que la racionalidad moderna era un mecanismo compensatorio para ocultar la incertidumbre natural del pensamiento, que alcanzar la "verdad" era un deseo insatisfecho, una pretensión más que un hecho, y en ocasiones una pretensión peligrosa cuando se quiere imponer. De alguna forma, este "ethos documental" parece tratar de acumular evidencias para mostrar una verdad que se escapa y de la que se recela cuando se nos presenta cargada de abalorios. Las formas realistas o documentales no son evidencias, sino certificaciones, avales, marcas para su aceptación; establecen la forma en que las "consumimos", el "genero" al que se adscriben y el "contrato de lectura" correspondiente. Navegamos entre los discursos y sus marcas identificativas. A veces, algunos cambian las etiquetas.
En 2005, Joshua Wolf Shenk hacía la siguiente reflexión desde las páginas de la revista Time sobre la figura de Abraham Lincoln, otro de los personajes sobre los que se ha debatido por la película de Steven Spielberg:


We don't outright invent history, but often it is made by the questions we ask. Few figures have provoked more questions than Abraham Lincoln, both because of his broad importance and his fantastic complexity. And few figures have proved so malleable. At times, the bearded man in the stovepipe hat seems much like a hologram, a medium for our fears and fantasies. Recent claims that Lincoln was gay —based on a tortured misreading of conventional 19th century sleeping arrangements— resemble the long-standing efforts to draft the famously nonsectarian man for one Christian denomination or another. Over the years, he has been trotted out to support everything from communism and feminism to prohibitionism and vegetarianism. But if a figure can be made to stand for everything, does he really mean anything?**


Entre la imposibilidad de la Historia y la historia como Verdad absoluta existe la complejidad y diversidad de los discursos que tratan de dar cuenta de ella. Necesitamos de la Historia como necesitamos las ficciones; ambas surgen del mismo sitio, de los mitos, de la necesidad psicológica y sociológica de explicar el mundo y de encontrarnos en él, de compartirlo con otros. La Historia necesita del mismo fondo de "ilusión" que la novela, la crónica periodística, el teatro o el cine, de los mismos mecanismos narrativos y cognitivos; necesita que, a través de palabras o imágenes, imaginemos un mundo "aceptable". Y dudoso.



* Manohla Dargis: "Confronting the Fact of Fiction and the Fiction of Fact". The New York Times 22/02/2013 http://www.nytimes.com/2013/02/23/movies/awardsseason/the-history-in-lincoln-argo-and-zero-dark-thirty.html?hp&_r=1&

** Joshua Wolf Shenk:  "The True Lincoln"  Times Magazine 5/07/2005 http://www.time.com/time/magazine/article/0,9171,1077281,00.html 



* Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos.

viernes, 22 de febrero de 2013

La recuperación del cine mudo y la música

Joaquín Mª Aguirre (UCM)*
Ha dicho Pablo Berger, el director de la película más galardonada con los premios Goya de este año, dejándolo caer en mitad de una entrevista televisiva, una gran verdad. Al hablar del "cine mudo" ha dicho que no era "mudo", sino "cine musical". Nombrar un arte por una carencia, "mudo", es encuadrarlo mal, incluso "políticamente incorrecto", como diríamos hoy.
La fractura se produjo desde el momento en que las películas dejaron de ser simplemente "películas" (films, movies) y se estableció una frontera entre "silents" y "talkies", entre "mudas" y "habladas". Pronto la películas habladas fueron simplemente las "películas", el "cine", y todo el cine anterior pasó a considerarse como carente de palabra, disminuido, perdiéndose el favor del público que había disfrutado unas décadas antes aquellas películas sin pensar que les faltaba algo. Ocurrió también con la relación entre el color y el blanco y negro. El color se convirtió en "normalidad" y la elección del blanco y negro en un gesto estético.
El público fue implacable en su deseo de escuchar y acabaron pareciéndole sin sentido y exageradas aquellas formas de comunicación basadas en el gesto y la imagen. Sin embargo, allí estaba el origen del lenguaje cinematográfico, la retórica de la imagen, del encuadre, del montaje, los elementos clave de la sintaxis fílmica..., y la música, que se extiende más allá del sonido e impregna de "musicalidad" el movimiento en la pantalla.


La recuperación del gusto por el cine "mudo" con la película The Artist (Michel Hazanavicius 2011) y la española Blancanieves (Pablo Berger 2012), acaparadora de los premios Goya es un hecho interesante entre los mecanismos culturales de recuperación. En los últimos años, gracias a la posibilidad de acceder al cine "mudo" a través de las comercializaciones de DVD, se ha ido extendiendo su consideración, ha ganado "seguidores". Ya existen festivales en Canada (Toronto Silent Film Festival), Australia (Australia's Silent Film Festival) o el British Silent Festival, que va por su decimoquinta edición, entre otros muchos.
Ese cine se veía inmerso en música, con intérpretes durante la proyección, desde un pianista hasta una orquesta completa. Más allá de la emoción que la música transmite, están también el ritmo y el movimiento, otras dos características importantes, base del cine mismo. La emoción, el ritmo y el movimiento se incorporan configurando la "musicalidad" del film. La música, como el cine, es un arte temporal, que maneja la "duración" y la "intensidad", elementos que se alejan del tiempo exterior, el cronológico, y nos sumen en el interior, en el psicológico. El énfasis en la imagen olvidaba que el "cine" requiere de una percepción "integrada" con todos los elementos que complementan a la imagen. En el caso del cine mudo, la música.

Elihu (Siglo XXI)
A las restauraciones cuidadosas de los fotogramas ha seguido la necesidad de recomponer la música que las acompañaba frente a la tendencia a rellenar de cualquier manera el vacío sonoro añadiendo otra música de la época. En ocasiones, se han compuesto partituras nuevas, algunas con deseo de reproducir el estilo de música de cuando fueron realizadas, otras en cambio han buscado la actualización de la partitura acercándose al gusto actual. Lo importante es reencontrar la unidad perdida, la que permita alcanzar la mayor intensidad en la percepción estética del conjunto.
Sabemos que durante los rodajes de algunas de esas películas  había músicos interpretando las partituras que después se escucharían en las salas de proyección. No se trataba solo de ayudar a los actores a meterse en el papel, sino de adecuar los ritmos, el movimiento, las miradas..., con la música. Eso convertía, efectivamente, en un "musical" el cine mudo. Recientemente hemos podido ver que en el rodaje de Los miserables que se ha hecho de la misma manera, con músicos en el plató para que los actores "cantaran" realmente sus papeles y se grabara allí mismo, frente a la práctica habitual de grabar en estudio y reproducirlo en el plató. Eso ha dado otro sentido a la interpretación, independientemente de sus resultados.

Una parte del cine contemporáneo ha considerado la música como un elemento "insertado" más que "integrado", produciéndose la acusada decadencia de la banda sonora. Si pensamos en el trabajo musical realizado por Miles Davis y su grupo para Ascensor para el cadalso (Louis Malle 1958), improvisando con su trompeta frente a la pantalla en el estudio de grabación, podemos hacernos una idea aproximada de esa generación de la unidad entre la música y la imagen-movimiento. La música surge del movimiento, lo reinterpreta en otro código, lo refuerza rítmica y emocionalmente.

Miles Davis y Jeanne Moreau. Ascensor para el cadalso


* Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Matar a Paul Auster

Maica Rivera*
“Tienes que matar a Paul Auster”. Diciendo esto, mi querido maestro Joaquín Aguirre me puso la pistola en la mano. Fue hace algunos años, cuando Auster aún no era Príncipe de Asturias y todos nos las prometíamos mucho más felices. Eran tiempos en los que una sola palabra suya bastaba para sanar todas las heridas provocadas con anterioridad por cualquier bestseller de trapillo; incluso las causadas por la destructiva prosa de Paulo Coelho, potencialmente irreversibles. Por supuesto, Blue in the Face y Lulu on The Bridge no ayudaron demasiado a las infructuosas tentativas de exorcismo. Paul  había venido desde la Ciudad de Cristal para quedarse. Yo le había invocado en tantas ocasiones que ya no quería irse y amenazaba con permanecer conmigo para siempre.
En fin, en aquel momento, no cabía otra posibilidad: o él o yo. Tras haber deambulado por El País de las Últimas Cosas, perseguido Fantasmas por Nueva York, levitado con Mr. Vértigo, experimentado con la verdad A Salto de mata… me jugaba el quedar condenada a viajar eternamente por un Scriptorium ajeno, en un círculo vicioso de amor y odio.  

Ahogada para siempre en la angustia de las influencias… ¿acaso hay mayor humillación para el genio romántico? Cada noche, el espíritu de Byron se me aparecía a los pies de la cama para recordarme que su perro tenía más agallas. Y por las mañanas, el espejo del baño me devolvía la mirada de su esbirro, el pobre Polidori, reclamándome para un terrible ejército de sombras y oscuros copistas.
Ni siquiera la purificación a través de los grandes clásicos tuvo su efecto para paliar mi tragedia: las máscaras griegas caían y Auster aparecía tras ellas. Y Shakespeare me conducía una y otra vez ante la presencia de Harold Bloom y acababa siendo peor el remedio que la enfermedad.  
Así que, disparé. Lo maté, y lloré como Electra. Y se lo conté a Joaquín, como Nietzsche: “Auster ha muerto”. Eso pensábamos todos. Pero Brooklyn Follies le sacó de la tumba. Vino directo a por mi cerebro, me mordió y me contagió. Paul Auster me zombificó a su imagen y semejanza en el Hotel Existencia. Pero hoy puedo decir con orgullo que sobreviví a la guerra tras largas batallas. No es un triunfo menor en estos tiempos infames de postmodernitos más intertextuales que intelectuales. He de reconocer, claro, que me lo puso fácil con Un hombre en la oscuridad. Aunque confieso que casi recaigo con Diario de invierno… Es dura, muy dura, la vida del plumilla mitómano.



*Maica Rivera es periodista cultural, redactora de la revista Leer



Sobre los riesgos de la admiración

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En su anotación del 25 de febrero de 1823, Wilhelm Waiblinger, el joven estudiante admirador del poeta Friedrich Hölderlin, quien ha enloquecido y ha sido acogido en la casa del ebanista Zimmer, en Tubinga, escribe:

El instinto de imitación es uno de los más procaces y violentos. Inadvertidamente, sin siquiera quererlo, se han adoptado ciertas peculiaridades, ciertos rasgos originales de un individuo al que se admira. Eso me pasa a mí en lo referente al estilo de las construcciones de Jacobi y con la sintaxis hölderliniana, al igual que antaño tropecé con Werther y Vida y poesía de Goethe, con Wieland. (63)*

Tenía razón el joven estudiante. Había detectado en sus construcciones que es el estilo de otro el que le domina, anulando su deseo de unicidad, de exclusividad estilística, sumiéndolo en un abandono involuntario de sí mismo. Bajadas las defensas creativas por efecto eficaz de la admiración, él deja de ser él. Otro lo arrastra.
Como el propio Waiblinger señala, ese proceso es distinto al de la copia consciente, al del plagio intencionado. El fenómeno que se produce aquí está imaginativamente más cerca de la idea de "posesión" que de otra cosa. El "admirador" es absorbido, anulado, por el "admirado" a través de una alienación estilística, en un proceso paralelo al de la absorción amorosa. El amado fagocita al amante; el amante se transforma asumiendo los gustos y formas del deseado.

Wilhelm Waiblinger
Aquí el admirado es apenas un ser ruinoso, incapaz de reconocer a los que le rodean. «No me dijo más que desvaríos», escribe en la anotación del 8 de junio Waiblinger. ¿Cuál ese poder que el poeta enloquecido tiene sobre él? ¿Por qué le detecta en sus propias construcciones lingüísticas, por qué lo percibe en los límites de sus propias frases? Hölderlin, de alguna manera, está en él.
¡Qué diferente esta concepción romántica que define la imitación como "instinto" con el que hay que luchar, so pena de perderse, del juego imitativo, del metamorfosearse camaleónicamente en el océano discursivo que para la posmodernidad es la escritura! ¡Qué distancia también de la admiración racional del clasicismo imitativo!
En su breve epílogo de la obra de Waiblinger, Anacleto Ferrer nos cuenta:

Waiblinger iba buscando desesperadamente a un loco con la intención de hacer de él el personaje central de una de sus obras, al principio piensa en Trenk, mas cuando conoce a Hölderlin su fantasía se desbarata y el 8 de agosto de 1822 exclama: "Sólo quisiera describir a un loco —no puedo vivir si no describo a un loco. No me quito de la cabeza en todo el día a Trenk... 'Hölderlin! ¡Hölderlin!"; el 10 de agosto afirma: "El héroe de mi novela —quiero escribirla después de Trenk— es un Hölderlin"; y el 11 de agosto el plan está ya ultimado: "¡Voy a escribir una novela!... Consiguió la victoria sobre el Trenk... La historia de Hölderlin la utilizaré al final".
Waiblinger escribió la novela Faetonte y no solo utilizó la historia de Hölderlin, sino también "algunas hojas de los papeles del poeta"; un plagio parcial en toda regla. (85)*

James Boswell
La ironía de todo esto es que Wilhelm Waiblinger, en su mitomanía, sea absorbido por el agujero negro que Hölderlin representaba para él. El mimetismo —el instinto de imitación— le lleva a desaparecer tras el modelo imitado. Se comienza con el deseo de encontrar un "loco" sobre el que construir la obra y ese loco, Hölderlin, le hace abandonar la obra ya en marcha —Trenk—, le anula el estilo y finalmente le seca la inventiva, llegando al plagio, como señala Ferrer. Fue su propia confianza romántica, sus seguridad genial y narcisista, la que le hizo bajar las defensas ante el loco y dejarse llevar.
Waiblinger subestimó al poeta loco. Creyó que podría observarlo, rondarlo sin consecuencias. Lo pensó en términos de figurante de su propia obra, una pequeña historia que colocar al final de una novela por escribir. Nunca llegó a pensar que él mismo se convertiría en un apéndice, una entrada colateral, un mero añadido a la vida del genio.
Murió con 26 años y ha entrado en la frecuentemente injusta lista de las personas recordadas por haberse acercado a otros que les desbordaron, como James Boswell con el doctor Samuel Johnson.
La admiración artística tiene ese riesgo, convertirse en posesión diabólica en la que las palabras propias adquieran extraños ecos.  

Wilhelm Waiblinger (1988): Vida, poesía y locura de Friedrich Hölderlin. Edición de Txaro Santoro y Anacleto Ferrer. Hiperión, Madrid. [1830]