jueves, 9 de mayo de 2013

Pura como la nieve y feroz como un tigre

Joaquín Mª Aguirre (UCM)*
Roberto Benigni es un raro ejemplar de cómico que hunde sus raíces en la tradición que va del circo al cine, la misma que engendró a Chaplin, autor con el que tiene mucho en común. “Tengo que darle las gracias a Chaplin como él se las tiene que dar a Cervantes”, explicaba en una entrevista*. Impregnado de un optimismo vitalista, es decir, un optimismo que no nace de una visión positiva del ser humano, sino de la vida misma, Benigni ha sido capaz de entender que el humorismo —el verdadero, el que surge de la comprensión de la pequeñez humana— es la otra cara de la tragedia. Mal comprendido, es acusado de realizar “comedias blancas” e ignorar las tragedias reflejadas en las guerras en las que centra sus dos películas de más éxito: la premiada con el Oscar La vida es bella (los campos de exterminio de la segunda guerra mundial) y la guerra de Irak en El tigre y la nieve (La tigre e la neve, Benigni, 2005).

Que esto ocurra es el resultado de la falta de comprensión de ciertos tipos de mecanismos dramáticos, narrativos e intertextuales que ayudan a anclar sus obras. El tigre y la nieve se mueve en dos ejes, en dos líneas convergentes que llevan a un mismo espacio: el infierno. Para ello Benigni recurre a la tradición. En un caso es la Divina Comedia y en el otro el mito de Orfeo y Euridice. Lo que hará Benigni es entrelazarlas formando una unidad de sentido.
La primera línea narrativa que nos lleva al infierno es la misma que lleva al poeta Dante a recorrer el infierno en compañía del poeta Virgilio. En la película, el poeta Attilio de Giovani, el propio Benigni, visita el escenario de la guerra de la mano de otro poeta, el iraquí Fuad (Jean Reno). El personaje de Fuad actúa como elemento vinculante entre las dos líneas ya que Vittoria (Nicoleta Braschi), la amada de Attilio, se desplazará a Bagdad para entrevistarle para un libro que está escribiendo. Attlio recibirá poco después una llamada de Fuad diciéndole que Vittoria está en coma en un hospital de Bagdad.
El infierno-Bagdad será el destino de este nuevo Orfeo que habrá de adentrarse en las tinieblas para poder recuperar a su amada Eurídice, la ninfa muerta. Las puertas del Hades estarán esta vez guardadas no por el can Cerbero, sino por los marines norteamericanos. Bagdad es la ciudad cerrada en la que entrar y salir es una aventura peligrosa. Attilio se jugará la vida cada vez que tenga que entrar y salir a por las medicinas que puedan salvar a Vittoria. Hecho prisionero, será confinado en un recinto junto a otros prisioneros. Su voz resuena incansable ante la desesperación de sus compañeros de infortunio: “¡Soy italiano, soy italiano!” gritará. Irónicamente, sus lamentos se convierten en una “tortura” más para los otros cautivos, a los que impide dormir. Finalmente será reconocido y liberado por uno de los soldados que le detuvieron cuando intentaba entrar en la ciudad cargado de medicamentos. Cuando es liberado, Vittoria ya no está. Se ha recuperado gracias a sus esfuerzos, pero él no está allí para verlo. Como se ha hecho pasar por médico para poder llegar hasta ella, la versión que Vittoria tiene es que un médico se ocupó de ella durante su estado de coma. Attilio la ha salvado, pero ella lo ignora.


Attilio representa el triunfo de la tenacidad, la virtud que requiere la menor inteligencia, una virtud compatible con el payaso. Es precisamente ese extremismo de su voluntad, esa incapacidad para darse por vencido, su resistencia, lo que le vuelve tan profundamente humano. Attilio recorrerá esa ciudad infernal en busca de todo lo necesario para mantener con vida a su particular Eurídice. La comicidad de Benigni, como ya sucedía en La vida es bella, no nos hace olvidar que estamos en el infierno. Al contrario, intensifica la pequeñez y la grandeza de Attilio recordándonoslo permanentemente. Su comicidad se despliega alrededor de la improvisada cama de Vittoria, bajo una escalera, con una persona en coma; sus chistes, sus palabras, sus besos, se dirigen a un cuerpo yaciente, dado prácticamente por muerto. Vittoria no renace por ninguna magia, solo la constancia de Attilio y sus precarios cuidados evitan que muera.

Payaso existencial, Roberto Benigni despliega su pista de circo en mitad del infierno. Al contrario de lo que algunos optimistas irredentos piensan de la película, el amor no vence a la muerte, ni siquiera a la guerra. El amor es la forma de caminar acompañados hacia la muerte. En la vida, cualquier victoria es provisional, pero eso es bastante. Benigni, como el Sísifo que se imaginaba Camus, ríe. Por eso, la victoria de Attilio se llama Vittoria. Algo por lo que Attilio lucha cada día, las más de las veces contra sí mismo, contra su patética ineptitud para lo cotidiano. Attilio, personaje caótico, encuentra su sentido en hacer volver de los infiernos a su amada. Finalmente, Vittoria será más Beatriz que Eurídice. Conocedora por un pequeño hecho casual de que ha sido su patoso enamorado el que ha estado a su lado durante su estancia en coma, Vittoria verá en él al héroe tragicómico, ridículo, al payaso chapliniano que no posee más que la limpieza de corazón. Él no ha cambiado ni cambiará. Lo que ha cambiado es la mirada de Vittoria, su propio corazón, capaz de reconocer algo más valioso que cualquier otro bien: la entrega del ser imperfecto.
En estos tiempos en los que el Sistema nos vende la perfección y nos lanza a buscarla como una panacea, el cine de Benigni nos habla de lo humano, de cómo ser un héroe ridículo. Cuando nos dice que la vida es bella  nos muestra que es en la capacidad transfiguradora de la poesía donde podemos encontrar la energía necesaria para recorrer la travesía del infierno. A diferencia del escapismo, que elude los problemas desviando la mirada, Benigni se sitúa en el mismo centro —el exterminio, la guerra—, pero nada de ello despertará en él el rechazo a la vida porque el dolor forma también parte de ella. Tenemos un concepto tan esteticista, tan formalista, tan maniqueo de la belleza que escandaliza aplicárselo a la vida. Benigni ha comprendido, como lo entendió también Freud, que el placer de la poesía —del arte en general— surge para compensar el dolor propio de la vida. Cuanto mayor es el horror, mayor es la necesidad de poesía, porque sino lo único que queda es la muerte. Leopardi decía que hay que consolar al hombre por el simple hecho de nacer. La poesía es ese bálsamo.

La guerra es horrenda, una monstruosidad, pero la vida es bella, merece la pena vivirla y la poesía no la oculta, sino que forma parte de ella. Por eso Benigni puede afirmar que “la poesía es una ideología”. En misma entrevista Benigni señala: “Yo creo que en la vida sólo tenemos dos emociones: reír y llorar. Son las únicas emociones eternas y nunca podrán morir. En esta comedia hay un elemento de mucha fuerza: el valor de ir más allá del horror. Mirarlo a la cara y no fingir que no existe. En 2003, cuando estalló la guerra de Irak yo pensé que todos los artistas escribirían obras sobre la guerra. Pero no fue así y me pareció sorprendente. Para mí se convirtió en un pensamiento obsesivo, todavía lo es. Y tuve que hacer esta película. Pura como la nieve y feroz como un tigre.” *
Risa y llanto, las dos máscaras, son las marcas finales que delimitan un trayecto, las respuestas ante lo que tenemos frente a nosotros, frente al mundo. Ambas son formas de vida, formas de respuesta. “Ir más allá del horror. Mirarlo a la cara y no fingir que no existe”, dice Benigni. Tragedia y comedia se enfrentan al horror, no lo ocultan. Attilio es poeta y no por ello deja de ver; más bien al contrario. Como señalamos, lo que define a Attilio es precisamente su tozudez, su incapacidad de entender un no. Si Attilio fuera sensato no habría hecho nada de lo que le vemos hacer. Pero su fuerza de voluntad nos permite, poco a poco, contagiarnos de su fe, pensar que es posible lo que parecía imposible. Ningún escapismo, solo un manual sobre formas de manejar el horror para sobrevivir.


El paraíso de Attilio está en sus sueños; en ese sueño en que se va casar con Vittoria y ella le confiesa su amor apasionado: su palabra le abre las puertas del paraíso. Entre sus invitados soñados se encuentran Borges, Ungaretti, Marguerite Yourcenar y Eugenio Montale, además de Tom Waits cantando una hermosa canción (You can never hold back spring) que cumple funciones de marcha nupcial. Pero el sueño es interrumpido por algo más trivial, un guardia de tráfico irrumpe en el escenario idílico para reclamar que retiren un coche mal aparcado, el del propio Attilio, y concediéndole cinco minutos para terminar la ceremonia o le multará. El beso de los enamorados se producirá bajo una granizada. Pero eso son solo los sueños. El siguiente plano nos devuelve a una realidad fechada —Roma, marzo 2003—: las hijas adolecentes de Attilio esperan impacientes en la puerta de su casa la llegada, tarde como siempre, de su padre para recogerlas. Del sueño idílico hemos pasado a la dureza de la vida.

Como en los cuentos tradicionales, Vittoria le ha puesto a Attilio una condición imposible para volver junto a él: cuando vea caminar a un tigre sobre la nieve en Roma. Pero, como sucedía con los oráculos, el mensaje está en clave.
Un cómico demasiado refinado para estos tiempos de humor burdo y zafio, el italiano tiene que ocultar en ocasiones sus propias fuentes intelectuales para poder moverse entre unas audiencias poco habituadas a las sutilezas, que prefieren un humor de más "impacto".



* Entrevista de Elsa Martín-Santos: “La poesía es una forma de ideología”. El País 30/06/2006.




* Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos. 

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