miércoles, 20 de febrero de 2013

Matar a Paul Auster

Maica Rivera*
“Tienes que matar a Paul Auster”. Diciendo esto, mi querido maestro Joaquín Aguirre me puso la pistola en la mano. Fue hace algunos años, cuando Auster aún no era Príncipe de Asturias y todos nos las prometíamos mucho más felices. Eran tiempos en los que una sola palabra suya bastaba para sanar todas las heridas provocadas con anterioridad por cualquier bestseller de trapillo; incluso las causadas por la destructiva prosa de Paulo Coelho, potencialmente irreversibles. Por supuesto, Blue in the Face y Lulu on The Bridge no ayudaron demasiado a las infructuosas tentativas de exorcismo. Paul  había venido desde la Ciudad de Cristal para quedarse. Yo le había invocado en tantas ocasiones que ya no quería irse y amenazaba con permanecer conmigo para siempre.
En fin, en aquel momento, no cabía otra posibilidad: o él o yo. Tras haber deambulado por El País de las Últimas Cosas, perseguido Fantasmas por Nueva York, levitado con Mr. Vértigo, experimentado con la verdad A Salto de mata… me jugaba el quedar condenada a viajar eternamente por un Scriptorium ajeno, en un círculo vicioso de amor y odio.  

Ahogada para siempre en la angustia de las influencias… ¿acaso hay mayor humillación para el genio romántico? Cada noche, el espíritu de Byron se me aparecía a los pies de la cama para recordarme que su perro tenía más agallas. Y por las mañanas, el espejo del baño me devolvía la mirada de su esbirro, el pobre Polidori, reclamándome para un terrible ejército de sombras y oscuros copistas.
Ni siquiera la purificación a través de los grandes clásicos tuvo su efecto para paliar mi tragedia: las máscaras griegas caían y Auster aparecía tras ellas. Y Shakespeare me conducía una y otra vez ante la presencia de Harold Bloom y acababa siendo peor el remedio que la enfermedad.  
Así que, disparé. Lo maté, y lloré como Electra. Y se lo conté a Joaquín, como Nietzsche: “Auster ha muerto”. Eso pensábamos todos. Pero Brooklyn Follies le sacó de la tumba. Vino directo a por mi cerebro, me mordió y me contagió. Paul Auster me zombificó a su imagen y semejanza en el Hotel Existencia. Pero hoy puedo decir con orgullo que sobreviví a la guerra tras largas batallas. No es un triunfo menor en estos tiempos infames de postmodernitos más intertextuales que intelectuales. He de reconocer, claro, que me lo puso fácil con Un hombre en la oscuridad. Aunque confieso que casi recaigo con Diario de invierno… Es dura, muy dura, la vida del plumilla mitómano.



*Maica Rivera es periodista cultural, redactora de la revista Leer



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