miércoles, 20 de febrero de 2013

Sobre los riesgos de la admiración

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En su anotación del 25 de febrero de 1823, Wilhelm Waiblinger, el joven estudiante admirador del poeta Friedrich Hölderlin, quien ha enloquecido y ha sido acogido en la casa del ebanista Zimmer, en Tubinga, escribe:

El instinto de imitación es uno de los más procaces y violentos. Inadvertidamente, sin siquiera quererlo, se han adoptado ciertas peculiaridades, ciertos rasgos originales de un individuo al que se admira. Eso me pasa a mí en lo referente al estilo de las construcciones de Jacobi y con la sintaxis hölderliniana, al igual que antaño tropecé con Werther y Vida y poesía de Goethe, con Wieland. (63)*

Tenía razón el joven estudiante. Había detectado en sus construcciones que es el estilo de otro el que le domina, anulando su deseo de unicidad, de exclusividad estilística, sumiéndolo en un abandono involuntario de sí mismo. Bajadas las defensas creativas por efecto eficaz de la admiración, él deja de ser él. Otro lo arrastra.
Como el propio Waiblinger señala, ese proceso es distinto al de la copia consciente, al del plagio intencionado. El fenómeno que se produce aquí está imaginativamente más cerca de la idea de "posesión" que de otra cosa. El "admirador" es absorbido, anulado, por el "admirado" a través de una alienación estilística, en un proceso paralelo al de la absorción amorosa. El amado fagocita al amante; el amante se transforma asumiendo los gustos y formas del deseado.

Wilhelm Waiblinger
Aquí el admirado es apenas un ser ruinoso, incapaz de reconocer a los que le rodean. «No me dijo más que desvaríos», escribe en la anotación del 8 de junio Waiblinger. ¿Cuál ese poder que el poeta enloquecido tiene sobre él? ¿Por qué le detecta en sus propias construcciones lingüísticas, por qué lo percibe en los límites de sus propias frases? Hölderlin, de alguna manera, está en él.
¡Qué diferente esta concepción romántica que define la imitación como "instinto" con el que hay que luchar, so pena de perderse, del juego imitativo, del metamorfosearse camaleónicamente en el océano discursivo que para la posmodernidad es la escritura! ¡Qué distancia también de la admiración racional del clasicismo imitativo!
En su breve epílogo de la obra de Waiblinger, Anacleto Ferrer nos cuenta:

Waiblinger iba buscando desesperadamente a un loco con la intención de hacer de él el personaje central de una de sus obras, al principio piensa en Trenk, mas cuando conoce a Hölderlin su fantasía se desbarata y el 8 de agosto de 1822 exclama: "Sólo quisiera describir a un loco —no puedo vivir si no describo a un loco. No me quito de la cabeza en todo el día a Trenk... 'Hölderlin! ¡Hölderlin!"; el 10 de agosto afirma: "El héroe de mi novela —quiero escribirla después de Trenk— es un Hölderlin"; y el 11 de agosto el plan está ya ultimado: "¡Voy a escribir una novela!... Consiguió la victoria sobre el Trenk... La historia de Hölderlin la utilizaré al final".
Waiblinger escribió la novela Faetonte y no solo utilizó la historia de Hölderlin, sino también "algunas hojas de los papeles del poeta"; un plagio parcial en toda regla. (85)*

James Boswell
La ironía de todo esto es que Wilhelm Waiblinger, en su mitomanía, sea absorbido por el agujero negro que Hölderlin representaba para él. El mimetismo —el instinto de imitación— le lleva a desaparecer tras el modelo imitado. Se comienza con el deseo de encontrar un "loco" sobre el que construir la obra y ese loco, Hölderlin, le hace abandonar la obra ya en marcha —Trenk—, le anula el estilo y finalmente le seca la inventiva, llegando al plagio, como señala Ferrer. Fue su propia confianza romántica, sus seguridad genial y narcisista, la que le hizo bajar las defensas ante el loco y dejarse llevar.
Waiblinger subestimó al poeta loco. Creyó que podría observarlo, rondarlo sin consecuencias. Lo pensó en términos de figurante de su propia obra, una pequeña historia que colocar al final de una novela por escribir. Nunca llegó a pensar que él mismo se convertiría en un apéndice, una entrada colateral, un mero añadido a la vida del genio.
Murió con 26 años y ha entrado en la frecuentemente injusta lista de las personas recordadas por haberse acercado a otros que les desbordaron, como James Boswell con el doctor Samuel Johnson.
La admiración artística tiene ese riesgo, convertirse en posesión diabólica en la que las palabras propias adquieran extraños ecos.  

Wilhelm Waiblinger (1988): Vida, poesía y locura de Friedrich Hölderlin. Edición de Txaro Santoro y Anacleto Ferrer. Hiperión, Madrid. [1830]

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