domingo, 3 de marzo de 2013

El orden protocolario como forma de escritura

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Recoge el filósofo Paul Feyerabend, en su libro recientemente recuperado, Filosofía Natural, el siguiente texto de la obra From Mycenae to Homer. A study in early Greek literature and art (1958), del arqueólogo inglés Thomas B.L. Webster:

Los títulos de dioses, reyes y hombres deben decirse correctamente. En el mundo cortesano, el principio de la expresión correcta puede abarcar aún más. La correspondencia de los reyes es muy formal, y esta formalidad se prolonga, a través de las escenas diplomáticas, en la poesía y, luego, en la retórica introductoria de los discursos. Y las operaciones militares se describen en el estilo, tan propio de ellas, de las órdenes, se den o no estas. Y esta técnica de exposición se extiende a otras descripciones que no tienen detrás estructura alguna de mando. Todas estas coerciones formales se derivan últimamente de la corte real, y hay buenas razones para suponer que la corte estimaba por su parte este tipo de formalidad en la poesía (1958 pp.75-76) (112)*

El gusto por el "orden" correcto, por la forma establecida en la expresión, es un reflejo del orden del mundo, que ha sido fijado estableciendo los polos de los reyes y los súbditos y de los demás órdenes inferiores en la bestias. Las modificaciones del discurso representan una alteración de lo que ya ha sido ordenado, en donde "ordenar" adquiere aquí dos sentidos, el de "mando" y el de aplicar una forma específica a algo. El discurso protocolario se repite con exactitud y respeto en todas sus partes. El detalle es esencial, pues es en la totalidad en donde se manifiesta; una leve modificación supone perder el "respeto" debido.
La distinción entre un "orden ordenado" y un "orden ordenante" es necesaria ya que es el segundo el que da forma al primero. Lo que ha sido ordenado, no debe ser modificado porque es reflejo de la perfección de quien tiene la potestad de ordenar y ha ordenado: la autoridad. Son las divinidades, y los reyes en su nombre, los pueden imponer un orden que debe ser respetado, empezando —como señala Webster— por la forma de referirse a ellos, a dioses y reyes, la forma de ser tratados, la regulación de los actos con ellos relacionados, etc. Hay un orden del mundo y un orden en los discursos que lo reflejan.

El orden es descendente y debe ser fiel reflejo del superior, reproducirse en los niveles jerarquizados. Será positivo que los inferiores imiten a los superiores, mientras que será visto como una degradación que los superiores imiten a los inferiores o no respeten su propio orden, del que son responsables.
La "coerción formal" es el revestimiento de la autoridad, reflejada en el orden estable y repetitivo. El acto protocolario se debe repetir conforme a unas precisas normas. Todos están obligados a respetarlo por su carácter ejemplar.
En lo formulario, en la forma de referirse a las autoridades, en los estudiados movimientos de sus actos, en la ritualización, en suma, se esconde el secreto de lo que queda por encima del cambio, es decir, lo permanente por encima de lo mundano,  de lo sujeto a deterioro. Las fórmulas son la negación de la temporalidad, de la disgregación, de la vinculación del poder con lo eterno, la huida de lo caótico. El hecho de que "todo" deba ser previsto, se realice según un plan metódico, nos hace salirnos de lo orgánico —corruptible— para ingresar en lo que queda por encima del tiempo. Lo protocolario se opone a la naturalidad, entendida como espontaneidad.
Lo protocolario es una forma de escritura o fijación que convierte actos, espacios, personas, palabras... en textos despersonalizados. La función de esta despersonalización es precisamente el reconocimiento del orden ordenante aceptando cumplir lo establecido. Es lo prescrito (del lat. praescribĕre, dice el DRAE), lo que está fijado como escritura, como orden, frente a lo efímero o voluntario. Romper el protocolo es una forma de negación, de disolución de la escritura. Todo ritual se enfrenta a la disolución; la repetición meticulosa mantiene el mundo unido, ordenado.


La función del ritual es sacralizar el orden —mantener el vínculo de la forma y la autoridad— y establecer el lugar preciso de cada uno de los agentes intervinientes; evitar que se dé la transgresión. Ya sea la traducción del mundo cambiante a la palabra estable en la fórmula recitada o escrita, de las relaciones sociales a estructuras jerárquicas, etc., su función, como observa Webster, es evitar la disolución, que cada uno mediante las fórmulas adecuadas ocupe exactamente el lugar que le corresponde, su "posición", en una sala, en un documento, en el cosmos mismo.

No puedo dejar de traer un ejemplo recogido por mi querido amigo el historiador Fernando Bouza, referido al miedo al desorden como pérdida de la autoridad:

Y, tras el rey, la sociedad entera también deja retratar en fiestas y diversiones los rasgos básicos de su constitución, dividida en honores, todavía crédula en la fuerza cohesiva de la liberalidad y el don. Por ejemplo, cuánto nos acerca a esa sociedad recordar la gran advertencia que Luis Zapata hizo a los caballeros toreros: el gran peligro de torear no es morir, sino que se vea "andar a un caballero por el suelo rodando" porque, de producirse esto, sufriría un daño enorme la autoridad, cometiéndose, quizá, un delito contra el decoro de la jerarquía que los caballeros deben preservar en todas sus acciones individuales.
Merece la pena insistir en que lo peor de que el caballero anduviese por el suelo era que iba a ser visto. Sin duda, estar organizados como espectáculos, para ser vistos, es una característica fundamental para entender lo festivo del Antiguo Régimen, de importancia tan grande como la condición ritualizada y cíclica de los festejos.**

Un caballero rodando por los suelos, embestido por una bestia, no debe ser visto así por el pueblo, no es ejemplar. Es, como se señala, un "delito contra la jerarquía", contra el orden del mundo, que está escrito, fijado, en palabras y actos.


* Thomas B.L. Webster,  From Mycenae to Homer. A study in early Greek literature and art (1958). Cit. Paul Feyerabend (2013) Filosofía natural. Crítica, Barcelona.
** Fernando Bouza, "Cortes festejantes. Fiesta y ocio en el Cursus Honorum cortesano". Manuscrits, nº 13 1995, pp. 185-203 http://ddd.uab.cat/pub/manuscrits/02132397n13p185.pdf


Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos. 

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