Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Recoge el filósofo Paul Feyerabend, en su libro recientemente
recuperado, Filosofía Natural,
el siguiente texto de la obra From
Mycenae to Homer. A study in early Greek literature and art (1958),
del arqueólogo inglés Thomas B.L. Webster:
Los títulos de dioses, reyes y hombres deben decirse
correctamente. En el mundo cortesano, el principio de la expresión correcta
puede abarcar aún más. La correspondencia de los reyes es muy formal, y esta
formalidad se prolonga, a través de las escenas diplomáticas, en la poesía y,
luego, en la retórica introductoria de los discursos. Y las operaciones militares se describen en el estilo, tan propio
de ellas, de las órdenes, se den o no estas. Y esta técnica de exposición se
extiende a otras descripciones que no tienen detrás estructura alguna de mando.
Todas estas coerciones formales se derivan últimamente de la corte real, y hay
buenas razones para suponer que la corte estimaba por su parte este tipo de
formalidad en la poesía (1958 pp.75-76) (112)*
El
gusto por el "orden" correcto, por la forma establecida en la
expresión, es un reflejo del orden del mundo, que ha sido fijado estableciendo
los polos de los reyes y los súbditos y de los demás órdenes inferiores en la
bestias. Las modificaciones del discurso representan una alteración de lo que
ya ha sido ordenado, en donde "ordenar" adquiere aquí dos sentidos,
el de "mando" y el de aplicar una forma específica a algo. El
discurso protocolario se repite con exactitud y respeto en todas sus partes. El
detalle es esencial, pues es en la totalidad en donde se manifiesta; una leve
modificación supone perder el "respeto" debido.
La
distinción entre un "orden ordenado" y un "orden ordenante"
es necesaria ya que es el segundo el que da forma al primero. Lo que ha sido
ordenado, no debe ser modificado porque es reflejo de la perfección de quien
tiene la potestad de ordenar y ha ordenado: la autoridad. Son las divinidades,
y los reyes en su nombre, los pueden imponer un orden que debe ser respetado,
empezando —como señala Webster— por la forma de referirse a ellos, a dioses y
reyes, la forma de ser tratados, la regulación de los actos con ellos
relacionados, etc. Hay un orden del mundo y un orden en los discursos que lo reflejan.
El
orden es descendente y debe ser fiel reflejo del superior, reproducirse en los
niveles jerarquizados. Será positivo que los inferiores imiten a los
superiores, mientras que será visto como una degradación que los superiores
imiten a los inferiores o no respeten su propio orden, del que son responsables.
La
"coerción formal" es el revestimiento de la autoridad, reflejada en
el orden estable y repetitivo. El acto protocolario se debe repetir conforme a unas
precisas normas. Todos están obligados a respetarlo por su carácter ejemplar.
En lo
formulario, en la forma de referirse a las autoridades, en los estudiados
movimientos de sus actos, en la ritualización,
en suma, se esconde el secreto de lo que queda por encima del cambio, es decir,
lo permanente por encima de lo mundano, de lo sujeto a deterioro. Las fórmulas son la
negación de la temporalidad, de la disgregación, de la vinculación del poder
con lo eterno, la huida de lo caótico. El hecho de que "todo" deba
ser previsto, se realice según un plan metódico, nos hace salirnos de lo orgánico —corruptible— para ingresar en
lo que queda por encima del tiempo. Lo protocolario se opone a la naturalidad, entendida como
espontaneidad.
Lo protocolario es una forma de escritura o fijación
que convierte actos, espacios, personas, palabras... en textos despersonalizados.
La función de esta despersonalización es precisamente el reconocimiento del
orden ordenante aceptando cumplir lo establecido. Es lo prescrito (del lat. praescribĕre,
dice el DRAE), lo que está fijado como escritura, como orden, frente a lo efímero o voluntario. Romper el protocolo es una forma de
negación, de disolución de la escritura. Todo ritual se enfrenta a la
disolución; la repetición meticulosa mantiene el mundo unido, ordenado.
La
función del ritual es sacralizar el
orden —mantener el vínculo de la forma y la autoridad— y establecer el lugar
preciso de cada uno de los agentes intervinientes; evitar que se dé la
transgresión. Ya sea la traducción del mundo cambiante a la palabra estable en
la fórmula recitada o escrita, de las relaciones sociales a estructuras jerárquicas,
etc., su función, como observa Webster, es evitar la disolución, que cada uno
mediante las fórmulas adecuadas ocupe exactamente el lugar que le corresponde,
su "posición", en una sala, en un documento, en el cosmos mismo.
No
puedo dejar de traer un ejemplo recogido por mi querido amigo el historiador
Fernando Bouza, referido al miedo al desorden como pérdida de la autoridad:
Y, tras el rey, la sociedad entera también deja retratar en
fiestas y diversiones los rasgos básicos de su constitución, dividida en
honores, todavía crédula en la fuerza cohesiva de la liberalidad y el don. Por
ejemplo, cuánto nos acerca a esa sociedad recordar la gran advertencia que Luis
Zapata hizo a los caballeros toreros: el gran peligro de torear no es morir,
sino que se vea "andar a un caballero por el suelo rodando" porque,
de producirse esto, sufriría un daño enorme la autoridad, cometiéndose, quizá,
un delito contra el decoro de la jerarquía que los caballeros deben preservar
en todas sus acciones individuales.
Merece la pena insistir en que lo peor de que el caballero
anduviese por el suelo era que iba a ser visto. Sin duda, estar organizados
como espectáculos, para ser vistos, es una característica fundamental para
entender lo festivo del Antiguo Régimen, de importancia tan grande como la
condición ritualizada y cíclica de los festejos.**
Un
caballero rodando por los suelos, embestido por una bestia, no debe ser visto
así por el pueblo, no es ejemplar. Es, como se
señala, un "delito contra la jerarquía", contra el orden del mundo, que
está escrito, fijado, en palabras y actos.
* Thomas B.L. Webster, From
Mycenae to Homer. A study in early Greek literature and art (1958). Cit. Paul
Feyerabend (2013) Filosofía natural.
Crítica, Barcelona.
** Fernando Bouza, "Cortes festejantes. Fiesta y ocio
en el Cursus Honorum cortesano".
Manuscrits, nº 13 1995, pp. 185-203 http://ddd.uab.cat/pub/manuscrits/02132397n13p185.pdf
Joaquín Mª Aguirre es profesor de la UCM, crítico, editor de la revista de estudios literarios Espéculo y del blog El juego sin final. Su blog diario es Pisando charcos.
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