Alejandro
José López*
Cuando
un fenómeno literario o estético logra una gran repercusión cultural, le sobrevienen
epígonos por doquier. Todo el mundo quiere su pedacito de gloria, ya se sabe; incluso
hay quienes, para conseguirlo, imitan sin pudor. Hasta este punto, no he dicho
más que una perogrullada: cada ratón va por su queso. La cuestión se pone verdaderamente
espinosa, sin embrago, cuando dicho fenómeno literario o estético se vuelve
hegemónico. El prestigio que logra un determinado núcleo de autores y de obras resulta
asaz contundente; de manera que, en lo sucesivo, no parece posible crear de una
forma alternativa. Y esto ahoga, desde luego, cualquier exploración artística distinta.
Algo parecido ocurrió con el “Boom” de la novelística latinoamericana.
Aunque
hubo una gran pluralidad de estilos e inclinaciones en la narrativa de aquellos
años 60 y 70, algunos rasgos generales predominaron en sus obras más emblemáticas.
La búsqueda de la “novela total”, por ejemplo; o la experimentación formal; o el
rompimiento de la linealidad temporal. Trazas como éstas presuponen un atento trabajo
de lectura; es decir, un esfuerzo para desentrañar los hilos del relato. También
es cierto que ponen de manifiesto una vocación de trascendencia, una filiación
de sus autores con la “alta cultura”. Bueno, nada que objetar: estas
características del “Boom” son tan válidas literariamente como sus opuestas. He
aquí la nuez del asunto que quiero plantear.
Lo
primero que distinguía a esa otra narrativa era su alejamiento de la “alta
cultura”. Y la incorporación de manifestaciones estéticas provenientes de la entraña
popular, en especial aquellas que pasaban por los medios masivos de
comunicación. Entre divas y boleros, películas y tangos, galanes y tebeos,
estos novelistas hallarían el mejor repertorio de tonos y de personajes para su
propia literatura. De esta suerte, géneros como el melodrama y el folletín serían
revisitados creativamente por ellos y, sin duda, reivindicados con sus obras. Tal
es el caso de Manuel Puig, principal precursor del “Post-boom” y,
posteriormente, autor de una de sus obras más señeras: “El beso de la mujer
araña” (1976).
Durante
algunos años estas dos tendencias coexistieron, se traslaparon; de allí que no
sean propiamente momentos literarios.
Tampoco diría que son generaciones si
me remito a un pequeño pero significativo ejercicio de memoria. Pienso en tres
obras muy representativas del “Boom”. “La ciudad y los perros” (1963), “Cien
años de soledad” (1967) y “El obsceno pájaro de la noche” (1970). Ahora me
muevo unos cuantos años hacia adelante. La sensibilidad mayoritaria, fatigada
del experimentalismo, empezó a reclamar sencillez y comunicabilidad; incluso
historias de amor. Lo diré si más: los lectores y la crítica se acordaron de
que, además de las perlas, existían las esmeraldas. Y las buscaron. Rememoro tres
novelas típicas del “Post-boom”. “La tía Julia y el escribidor” (1977), “El
amor en los tiempos del cólera” (1985) y “La misteriosa desaparición de la Marquesita
de Loria” (1979). Tal cual: Vargas Llosa, García Márquez y Donoso.
No
estoy queriendo decir que los novelistas del “Boom” y del “Post-boom” sean
exactamente los mismos. Sólo afirmo que cuando uno se aproxima a estas dos
tendencias narrativas acierta más si piensa en obras y no en autores. Pero
desde luego que en esta segunda hubo una espléndida afluencia de nuevos
escritores y, sobre todo, de nuevas escritoras. Al cabo de tantas décadas
transcurridas, lo que sí percibo es un cierto agotamiento del “Post-boom”. Me
explico: con demasiada frecuencia el parámetro de la sencillez ha devenido en
simpleza, lo cual acusa desgaste. Quizá sea tiempo de recordar que, además de
perlas y esmeraldas, existen rubíes y amatistas y diamantes.
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